Un mediodía del agosto pasado dejo familia y amigos en la playa y voy a nuestra residencia de vacaciones, la casa de mi suegra, a seguir trabajando en una traducción. Cuando intento entrar descubro que he olvidado las llaves. Como por el camino he hecho la compra en el supermercado y voy cargado de bolsas, me siento en la escalera y saco el libro que siempre llevo en el bolsillo. ¿Alguien ha entendido que tengo un libro que leo una y otra vez durante toda la vida? Pues me he expresado mal, en realidad el libro va cambiando con los días. El autor y la temática son muy dispares, solo un criterio los une: que me quepan en el bolsillo, que me dejen las manos libres para las tareas de la vida cotidiana y solo las ocupen cuando tengo que hacer cola o... me olvide las llaves de casa. Y el libro que llevo en el bolsillo este mediodía es El tercer ojo, cogido de la residencia de verano donde no puedo entrar.
Como casi siempre que un autor primerizo consigue un best seller, El tercer ojo fue rechazado por varias editoriales antes de arrasar en las librerías en 1956 (y no dejar de venderse hasta hoy). Estaba escrito por un tal Cyril Henry Hoskin, británico hijo de un fontanero, nacido 46 años antes y que siguió escribiendo libros, hasta 19, con mucho éxito. Firmaba como Martes (Tuesday) Lobsang Rampa, un lama tibetano que habría ocupado su cuerpo con su consentimiento. El libro narra los recuerdos del lama, su vida en casa hasta los siete años y su formación posterior en un monasterio budista.
Como casi siempre que un libro sobre un tema desconocido logra un éxito de este calibre, prefiguraba un cambio de sensibilidad y de interés social, en este caso hacia el pensamiento oriental y el budismo. Las peregrinaciones de George Harrison a Oriente vendrían mucho después, y no digamos los viajecitos de Richard Gere.
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Una de las muchas cubiertas de El tercer ojo
Como corresponde a un éxito de los 1960 (al menos en la España franquista y en casa de mis padres), El tercer ojo no contiene mención alguna al sexo (que, sin embargo, se practicaba en la España franquista y, más que presumiblemente, en el Tibet de los lamas).
Y precisamente hoy leo cómo en un momento dado el monje va al monte con sus maestros que le enseñan a recoger plantas medicinales, detallando las propiedades de cada una. Cito de memoria, porque el libro sigue en casa de mi suegra, pero habla de una planta que «usada interiormente cura la histeria». ¿Qué habrán pensado los millones de lectores de El tercer ojo de esta frase? ¿Qué querrá decir «usada interiormente»? Dudo que haya tenido mucho sentido para nadie, como tampoco lo hubiera tenido para mí si no hubiera leído La tecnología del orgasmo, la famosa historia del vibrador de Rachel Maines. Este libro describe cómo los médicos trataban la histeria femenina, una enfermedad milenaria que para 1952 había desaparecido misteriosamente: frotando el interior de la vagina con aceites aromáticos hasta producir lo que llamaban un «paroxismo histérico». Emocionante ¿verdad? además de sorprendente, como poco. Una amiga se expresa con más precisión y entusiasmo:
«…le pedí al librero La tecnología del orgasmo, que leí casi de una sentada. Oye, es un libro fabuloso: un tema apasionante, vibrante, que nos toca de cerca a todos, un tabú sin resolver, bien escrito, con rigor y humor, bien traducido... Ya había leído hace tiempo alguna referencia al asunto de los inicios de los vibradores, pero contado con detenimiento ¡¡¡parece una novela delirante!!!! La patologización de la sexualidad femenina como salvaguarda del paradigma androcéntrico (y las consecuencias que todavía hoy sufrimos) es un caso fantástico para ponerse a discutir también otros temas colaterales. Por ejemplo, a mí me gusta hablar con los íntimos de la patologización de la tristeza, con los incalculables beneficios que se sacan las farmaceúticas en antidepresivos, ansiolíticos y somníferos, y de paso nos permite a los mortales no cuestionarnos las verdaderas causas de nuestra insatisfacción vital (ni pensar en cambiar nada, claro). Tal y como Maines expone y denuncia la ceguera interesada ante la supuesta epidemia de histerismo cien años atrás, dentro de otros cien años alguien denunciará los intereses de nuestra supuesta pandemia de depresiones y ansiedades».
Carmen, mi encantadora corresponsal, con Canela leyendo aplicadamente (Foto de Manu)
Y en otro correo:
«Del libro de Maines me interesó mucho precisamente el comprender de qué se estaban defendiendo históricamente los hombres con todo el gran montaje de aplastar como fuera la sexualidad femenina (y que nada cambiara)».
Mi familia regresa de la playa con la llave salvadora y todo cambia: ducha para quitarse el salitre, comida, traducción. La traducción es la de El cerebro de Buda, un libro escrito en 2010 que seguramente no existiría sin el bueno de Martes. A quien en su día se acusó de mentir. Curiosa acusación esta para un autor de ficción, cuyo trabajo fundamental es, precisamente, contar mentiras. De ser posible, hacerlo tan bien que el mundo las compre por millares. Y pocos modos mejores para suscitar interés que envolverlo todo en el misterio. Maines, que como historiadora no se dedica a inventar ficciones sino a explicar realidades, desentraña con eficacia el misterio de la desaparicion de la noche a la mañana de la histeria. Lobsang Rampa levanta otro, pero no el de si fue de verdad colonizado por un monje tibetano. Uno muy distinto: si, como dicen en alguna web, «Lobsang Rampa fue el indiscutible introductor del budismo tibetano ante el gran público de Occidente» ¿de dónde sacó él la información sobre la vida de un monje tibetano? Y otro, quizás mayor: ¿cómo aprendió a escribir bestsellers el hijo de un fontanero?