De niño devoré, con mis hermanos mayores, la biblioteca de mi padre y tíos. Como somos un total de once hermanos, me temo que el verbo empleado es el más adecuado para describir nuestra actividad, perfectamente asimilable a la de una plaga de langosta sobre textos impresos antes, y algunos mucho antes, de la guerra. Si algo sobrevivió a nuestro paso, seguramente fue rematado por mis primos. Bien: devoré Muntaner y Simón, Molino, Juventud, Ramón Sopena, Saturnino Calleja: ya entonces me fijaba en las editoriales casi tanto como en los autores. La mayoría de estos libros para niños tenían ilustraciones muy atractivas en la tapa y, con frecuencia, dibujos de línea acompañando al texto en el interior. Cuando yo los leía, decenios después de haber sido impresos, las imágenes no eran algo que abundara. De las que había, las más frecuentes eran las estampas de motivos religiosos: ahora oigo muy poco la expresión, pero entonces se llamaba «mirar los santos» a la operación consistente en no leer un libro, sino contemplar sus imágenes, por profanas que fueran.
No tardé mucho en entrar en zonas de la biblioteca menos infantiles, custodiadas sobre todo por mi tía Gelines, que tenía la costumbre de forrar cada libro con papel verde nada más comprarlo y poner un número en el lomo, sin el título. Supongo que ella asociaba cada número con el título, pero llegó a haber bastante más de mil. Todos iguales, verdes, sin ilustración. Ahí leí mucho de la colección Austral, de Espasa Calpe, la primera de bolsillo en España. Estos libros eran buenos con frecuencia (¡Shakespeare traducido por Astrana Marín!), pero su imagen gráfica se correspondía con la época y el país donde se publicaban: austera, siendo generosos. Carente de interés, acercándonos un pelín más a la verdad. Luego, sin salirnos del bolsillo, hubo más colecciones: Reno, Bruguera... pero el despliegue gráfico seguía siendo pobre. Eso, en la librería, porque en casa todo estaba uniformemente verde.
Conociendo, por otro lado, la escuela de la época, es fácil entender que mi educación visual oscila entre lo inexistente y lo desastrosa. Llegué bastante leído a la adolescencia, y convencido de que los libros con tapas o cubiertas bonitas, de colorines, eran para críos. Yo tenía que leer cosas que probablemente fueran fascinantes, pero debían parecer ladrillos para ser respetables. Y entonces un día…
Cubiertas de Alianza en mi casa
Me gustaría contar un gran momento de deslumbramiento, que seguramente hubo porque recuerdo a la menor de mis tías, Mai, gran lectora como Gelines y los demás, con un libro en las manos de una colección de bolsillo nueva y deslumbrante. Pero tendría que inventarlo, hay demasiada bruma. Olvidé cuál fue la portada que me mostró que se podían explicar cosas sin necesidad de palabras. Ideas complicadas, de adulto, sugerencias que dejaban abiertas tantas posibilidades que uno se echaba encima del libro a devorarlo, a ver cómo se desarrollaban en el medio conocido, las palabras. Sé que la colección era la de Alianza, que estaba llegando a la edad en que podía comprar libros por mí mismo, a siete duros el ejemplar, que empecé a atesorarlos con criterios erráticos, que compré muchísimos menos de los que deseé, y que las más de las veces el deseo empezaba cuando veía aquellas cubiertas que no se parecían a nada que hubiera visto antes: tan divertidas como las ilustraciones para niños, tan inteligentes como los libros para adultos.
Y no tardé mucho en descubrir que todos aquellos discursos sin palabras se debían a la misma persona, que ejercía una profesión hasta entonces desconocida por mí y cuyo nombre pasó a figurar en el reducido círculo de los adultos a los que admiraba. Durante muchos años el único diseñador gráfico al que conocía por su nombre fue Daniel Gil, y cuando tiempo después trabajé en un estudio de diseño descubrí que había tenido la misma significación para muchos coetáneos; que en boca de sus colegas más jóvenes ese nombre sonaba con la misma unción con que yo lo pronunciaba. Han ido pasando años y he conocido a más diseñadores, muchos de ellos catalanes como el mío de cabecera, y a casi todos, antes o después, les he oído nombrarlo con la misma admiración.
Y gratitud, la que se siente hacia un maestro. Uno que hizo toda su carrera antes de internet, por lo que en este medio queda una presencia de su trabajo mucho menor de lo que merece, pero ha sido un placer buscarla y encontrar la magnífica muestra de imágenes que ha recopilado un Sobrino suyo, o este que dice ser «un sitio para que los exfumadores se entusiasmen, supongo» y que me entusiasma no por exfumador, sino por admirador de la inteligencia: una de las tres cosas, con los niños y las mujeres hermosas, con las que uno se encuentra por todas partes sin necesidad de buscarlas, y que ratifican sin necesidad de reflexión que la vida merece la pena vivirse incluso cuando todo sale mal.
Pero muchas veces algo sale bien. Me invitan a la inauguración de una exposición en Santander, su ciudad natal, Daniel Gil. Los mil rostros del libro. Voy, sin esperar encontrar nada nuevo. Y no encuentro nada nuevo. Pero de golpe me topo con media vida, la nuestra, colgada de las paredes del CASYC.

Tres de los marcapáginas de la exposición (me parece que ya no quedan...)