Un día me llama un tipo que asegura ser escritor y llamarse como Poe y apellidarse como Jorge Luis. Bien, pienso, he visto pseudónimos peores. Me defiendo tan rápida y enérgicamente como puedo asegurándole que no soy un editor de ficción. Pero me vale de poco: con la insistencia de un vendedor de contratos de Endesa se empeña en que lea una crónica suya, asegurando que no es ficción, y prácticamente no para hasta que, no estoy del todo seguro, me comprometo a hacerlo. Con la idea de quitarme el compromiso de encima cuanto antes, sigo el vínculo que me ha enviado y me encuentro leyendo una historia de Perec entrando en un bar de Oviedo. «¿Georges Perec, el escritor francés que murió en 1982?», se pregunta el propio texto. Ese mismo, oiga. Pues si esto no es ficción, que vengan Poe y Jorge Luis y lo vean. «Mira por dónde, este fenómeno me ha cogido la matrícula» me digo a mí mismo: no sé a partir de qué se habrá hecho la idea, pero lo cierto es que esto que leo tiene que ver con algunas de las cuestiones que me rondan por el ordenador. Y, sin saber bien cómo, unos meses después me llegan de imprenta unas crónicas de bar que además de estar firmadas por Edgar Borges llevan la diana de milrazones. En los meses anteriores he firmado un contrato con él, que me ha dejado sin dudas al menos sobre un asunto: el nombre es suyo de pleno derecho, no un pseudónimo. Si yo me apellidara Borges hay dos cosas que no haría: aceite y literatura, pero aquí está este paisano metido de lleno en la segunda actividad, y armando cierto ruido: apenas aparecer, las Crónicas de bar han sido reseñadas en un montón de revistas de ambos lados del Atlántico, y la cosa no parece acabar. Supongo que se debe a que a la visible capacidad de seducción del autor se añade la de los bares, bien establecida de antiguo. En bares todos hemos visto muchas veces entrar a Lucas Skywalker en busca de Harrison Ford, y todos, muchas veces, hemos salido de la mano de princesas desconocidas al entrar. Bueno, sí, menos veces de las que nos hubiera gustado, pero las suficientes para que cueste entender que alguien conserve el temple necesario para escribir crónicas en ellos en lugar de vivirlos. ¿O quizá no haya tanta distancia entre escribir y vivir?